Sentía una presencia a mi espalda y no podía librarme de ella. Intenté correr pero mis pies no respondían, sentía que cada vez caminaba más lento y me acercaba más al peligro... O quizás solo fuera el miedo que me paralizaba los sentidos. Lo cierto es que respiraba jadeando, como si estuviera corriendo una maratón.
Y la presencia empezó a tener consistencia, se empezó a hacer más y más corpórea a medida que se aceraba a mi y, en el fondo, yo sabía de quien se trataba. Por eso corría, por eso me moría de miedo, a pesar de que jamás me había hecho daño cuando tuvo oportunidad... bueno, no daño físico al menos.
Entonces, como si no fuera suficiente con tener miedo a alguien que no hizo más que amarme -en su manera obsesiva y hasta un poco enfermiza, si, pero amarme al fin-, sentía también que ahora era peligroso y tenía que escaparme de él.
Así que corrí, corrí con todas mis fuerzas pero nunca llegué a cruzar la calle. Él se acercaba, demasiado rápido para su andar desgarbado, para su torpeza de no vidente. Pero me alcanzaba, a pesar de todo, a pesar de que intentaba no hacer ruidos, a pesar de que yo tendría que haber sido más rápida... A pesar de que no era de él de quien estaba escapando.
Y después, cuando ya mis oídos se negaron a escuchar sus amenazas veladas tras un manto de necesidad ("Te quiero, no te vayas... se que estás ahí, así que no te vayas!"), cuando creí que conseguiría cruzar la calle y ponerme a resguardo, tanto de él como de la lluvia que había empezado a caer, llegaron los otros. Los insectos.
Cucarachas, hormigas y escarabajos comenzaron a cruzarme los pies y a subir por mis piernas. Me derribaron y sentí crecer las raíces de la tierra y atarme a ella para que él -que ya no estaba a la vista- me tuviera a su merced. Pero no era él, nunca fue él, eran los insectos... los bichos que me carcomían por dentro por haber destrozado el corazón de un hombre bueno, aunque enfermo, que solo quería amarme. Por no permitir al menos a una persona en este mundo que me quiera.
Y al final, cuando ya no paraba de gritar del miedo, cuando me picaba todo el cuerpo por los bichos que lo recorrían, cuando creí que me iba a ahogar en tierra y mugre y bichos... desperté. Y lo supe, lo supe en el momento en que dejé de gritar, tomé aire para llenar los pulmones y me largué a llorar como un bebé. Lo supe en cuanto la realidad se impuso en mi mente, liberándome de una pesadilla que solo representaba lo que había en verdad en mi corazón: la persona que había dentro de mi no había sido amada por nadie más porque ni yo la amaba.
Tenía que buscar ayuda.
Es un relato que estremece por la soledad que transmite. Un bello relato. Una vida así, no se la deseo a nadie.
ResponderEliminarSaludos desde La ventana de los sueños, blog literario.